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Real de Minas de San Gregorio de Mazapil, El Esplendor en la época de la Colonia, Llega la Inquisición

Debido a esta moral desenfrenada, las autoridades eclesiásticas consideraron indispensable inculcar mayor piedad y devoción entre los feligreses. En medio de este contraste de riqueza y escasez; de vida y muerte, comienza en San Gregorio del Mazapil, un linaje de navarros, sino ilustres, bastante hábiles con los dineros y las relaciones.

Al Tribunal del Santo Oficio se reporta que en el Real de Mazapil había serias dificultades de diversa índole moral y pocos miembros dignos de solucionarlos. Primero llegó a la Nueva España el inquisidor Francisco de Garzarón, originario de Andosilla, Navarra, en 1708; ocho años después es nombrado visitador de la Real Audiencia y de otros tribunales. Este primer navarro fue quien trajo a su paisano Juan de Urroz y Garzarón, a quien vinculó con el tribunal eclesiástico y otros grupos de poder. El caso es que para 1731, Juan de Urroz ocupa el cargo de comisario mayor del Santo Oficio de la Inquisición en el Real de San Gregorio de Mazapil, con tal familiaridad que se presume su ejercicio de tiempo atrás. Ante él, el vicario de la parroquia, Fray Antonio de Elizondo abre un expediente con las declaraciones de Luisa Manuela de la Cruz, negra retinta, dice textualmente, esclava del cura Don Marcos González Hidalgo. La negra declara acerca de varios males que la aquejan y la mantienen enferma, para lo cual enseña una llaga en la frente y otra en el brazo, atribuyendo todos sus males a los enojos y pesares que le causaba Ignacia Díaz, a quien llama “coyota pequeña de cuerpo y chata de narices”. A su vez la indiciada, Ignacia, estaba casada con Salvador García, alias Chiribichis, como dice el texto: “un lobo sirviente de don Juan de Urroz, en el ejercicio de la minería.” Esta es la primera referencia al funcionario, que además de defender a la iglesia, también se dedica a realizar empresa en su mismo territorio donde ejerce la autoridad. El Tribunal de la Santa Inquisición era el espacio donde se conocían y ventilaban la vida y milagros de los habitantes del Real, supuestamente bajo el más riguroso secreto, que en no pocas ocasiones podía utilizarse para manipular a la población en provecho propio. La vara de alguacil y el escudo de la institución servían de armas y protección, según lo requirieran las circunstancias. No se ha podido encontrar la fecha exacta en que Juan de Urroz fue designado alguacil mayor, pero indudablemente, dicho nombramiento significó el punto de arranque para acumular prestigio y patrimonio. Además de funcionario real, minero y distinguido vecino, Juan de Urroz fincó su fortuna con la compra de tierras; el 8 de octubre de 1733 adquirió legalmente la Hacienda de San Juan Bautista de Cedros y la Hacienda de Caopas con todos sus agregados. El vendedor fue Joseph de Miranda y Villayzan, como describe el texto: “dueño que fue de esta hacienda por su esposa Juana Bolidén y Elizondo.” Ambas propiedades abarcaban 195 sitos de ganado mayor, 50 de ganado menor y 16 de caballerías de tierra. En torno a las minas se creaba un mundo independiente con características propias. La gente del laboreo necesitaba alimentos, habitación y servicios que paulatinamente se organizaban dentro del Real, pero el núcleo de abastecimiento de comida y bebida, el sitio donde se procesaban los metales, era la llamada: “Hacienda de Beneficio”, un espacio donde se integraban: agricultura, ganadería, minería y comercio. Juan de Urroz y Garzarón estableció la unidad de todos los ramos y la estructuró para que su funcionamiento le permitiera ser autosuficiente, tener capital y participar en las decisiones importantes para el buen gobierno. Sin embargo, este hombre de carácter individualista, que aprovechó sus influencias para buscar fortuna y crear un microcosmos autónomo, a la medida de sus deseos, no tenía herederos, por lo que tuvo que recurrir al mismo artilugio del cual fue objeto en su juventud. Así como fue llamado por su presunto tío, Francisco de Garzarón, Juan de Urroz y Garzarón decidió pedir a sus parientes lejanos, de Oroquieta, Navarra, el traslado de alguno de sus sobrinos, para evitar la pérdida de sus esfuerzos con su muerte. A cambio de tal envío, el funcionario y hacendado se comprometía a proporcionarle casa, vestido, sustento y educación; pero, sobre todo, a transmitirle sus conocimientos y a nombrarlo su heredero universal. Los navarros Pedro León de Lassaga y Catalina Gascué aceptaron el trato, y la vida del joven Juan Lucas dio un giro totalmente a su favor; pero esa es otra historia que platicaremos más adelante, sobre una de las riquezas del Real de San Gregorio del Mazapil.

 

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