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Real de Minas de San Gregorio de Mazapil El Esplendor en la época de la Colonia

Descubrimiento - Descubiertas por el legendario Francisco de Urdiñola, quien fuera sargento mayor de Hernán Cortés y fundador del marquesado de Aguayo, las minas de Mazapil, pertenecen a la diócesis de Zacatecas desde 1612. El rústico campamento establecido sobre las vetas de plata en el siglo XVI,

se convirtió a la postre en el Real de Minas de San Gregorio Mazapil.

Aunque el archivo parroquial ha sido saqueado muchas veces, algunos documentos dan cuenta de hechos aislados, como la visita que hiciera el licenciado Francisco Santos de Oliveros, presbítero visitador de la diócesis de Zacatecas, el 3 de agosto de 1709. Santos de Oliveros fue recibido por el doctor y maestro Juan de Casasola, cura beneficiario, vicario y juez eclesiástico del partido, encontrando que todo se hallaba en estado conveniente. Santos de Oliveros verificó la existencia de ornamentos nuevos, cálices, alhajas y demás pertenencias; también examinó los títulos y licencias de don Juan de Casasola y de su teniente de cura, Domingo Guerra. Al primero le fue refrendada la licencia de confesor del obispado, incluido el permiso para confesar mujeres en castellano, mientras que a Domingo Guerra le autorizó a seguir predicando y confesando en castellano y en “idioma mexicano”. Santos de Oliveros se enteró de la costumbre de enseñar doctrina cristiana en las haciendas aledañas y ordenó que cada mes se examinara sobre el tema a los sirvientes, empleados y demás personas del lugar. También consideró urgente prestar atención al edificio de la parroquia, cuya construcción se encontraba bastante deteriorada. El visitador informa que los vecinos de Mazapil daban una gran cantidad de limosnas a pobres que no pertenecían al Real, por lo que giró instrucciones precisas al vicario de la parroquia para que, en adelante, no den paso ni camino para esos limosneros “aunque traigan licencia”, mientras la iglesia no quedara perfectamente reparada. Tres años después se registra una visita episcopal, el 9 de julio de 1712, una solemne procesión escoltó la entrada de su Ilustrísima, el arzobispo de Guadalajara, Diego Camacho y Ávila, a quien recibió el cura interno, vicario y juez de partido, Juan Delgado, acompañado del alcalde, vecinos y mineros españoles. La iglesia estrenó nuevos y ricos cálices de la mejor plata de las minas del lugar, en honor del insigne visitante. El arzobispo Camacho y Ávila recorrió personalmente las carboneras de Agua Nueva y San Juan de los Ahorcados, situadas a aproximadamente 30 leguas del Real de Mazapil, donde nombró tenientes de cura para esas y otras carboneras. Cuando regresó a Mazapil, su ilustrísima revisó los libros de cuentas de la fábrica de la parroquia y de varias cofradías, constatando con satisfacción que todo estaba convenientemente arreglado. El obispo ordenó, entre otras cosas, que a los propietarios de las haciendas donde se trabajara los domingos, se les cobrara una multa de diez pesos, para destinarlos al presupuesto para la construcción de una nueva iglesia. La fama y abundancia de las minas, con el consiguiente aumento de la población, hicieron a las autoridades concebir una nueva parroquia, con sus edificios de gobierno y su correspondiente plaza principal. El Real de Minas de San Gregorio Mazapil fue así adquiriendo fisonomía propia y habitantes de alto poder adquisitivo. Sin embargo, gran parte de los hombres y mujeres que llegaban a estos lugares para probar fortuna, distaban mucho de ser prototipos de honorabilidad. El aislamiento geográfico, los escabrosos caminos y su consiguiente inseguridad, ocasionaban el asilo de prófugos y aventureros, lo cual fue, en opinión de las autoridades, la causa primordial de continuos actos delictivos, como embriaguez, blasfemia, bigamia, embustes, supersticiones y riñas. Tampoco faltaban las denuncias de brujas, hechiceros y embaucadores, como aquel proceso donde ciertas mujeres aseguraban volar en forma de “cacalotes”, y además se mencionan parajes como “Las Cobrizas”, “Santa Olalla” y “Salaverna”, como sitios embrujados. Así como el lujo y la ostentación de los habitantes era azarosa, lo eran también las ganancias obtenidas en su penosa labor y aún más su propia vida, dentro de los túneles, tiros, galerías y socavones, donde el peligro era constante. Generalmente la vida podía perderse en cuestión de segundos y aunque se cuidaran tales riesgos, la salud duraba pocos años. La suerte de haber salido a la superficie sin sufrir algún percance y regresar al Real sano y salvo, eran motivo de festejo. Con el salario obtenido a un costo tan alto, por enfrentar derrumbes, inundaciones y un sin fin de accidentes, el minero, después de cantar el “alabado”, relajaba sus tensiones dándose al escándalo y al despilfarro. Debido a esta moral desenfrenada, las autoridades eclesiásticas consideraron indispensable inculcar mayor piedad y devoción entre los feligreses. En medio de este contraste de riqueza y escasez; de vida y muerte, comienza en San Gregorio del Mazapil, un linaje de navarros, sino ilustres, bastante hábiles con los dineros y las relaciones. Al Tribunal del Santo Oficio se reporta que en el Real de Mazapil había serias dificultades de diversa índole moral y pocos miembros dignos de solucionarlos.

 

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