Si quieres ir al reencuentro de tu origen, únete a nosotros y participa en la formación de la Asociación de Concepcionenses.
Nadie duda que nuestra tierra es muy pequeña y pobre, pero durante muchos años entregó la riqueza de su vientre, aunque fueron casi siempre extranjeros los que la disfrutaron. A cambio de ello, nuestras montañas se quedaron desnudas de pinales, la tierra socavada y el minero debatiéndose entre
la miseria y la silicosis.
Sin embargo, Concepción nos dio mucho. Por ello le debemos estar agradecidos. Porque tuvo instituciones educativas como las escuelas “Ignacio Zaragoza”, “Benito Juárez”, “Isidro Cardona”, y el colegio particular “Ramírez Altamirano”. Porque hubo maestras de la categoría de Rosenda Cepeda Ramos, Odila Castañeda, Leodegaris Mendoza y Agripina López Valenciano, entre tantos otros mentores.
Porque en los recuerdos de nuestra infancia está la iglesia con sus Ángeles por fuera.
Sus dos jardines: el de arriba con la estatua de Juárez a donde terminaban los desfiles y se iniciaban las asambleas cívicas. La de abajo con su maravilloso kiosco de madera y metal, desde cuyo barandal escuchamos las serenatas de la banda de música dirigida por el maestro José Zamarrón.
Porque en nuestra memoria están las chimeneas humeantes, el Grasero, el Temeroso, el Cero de la Sierpe, Azules Arroyo, Catarroyo, las Aguas Cantarinas, las Huertas, la estación del ferrocarril y el trenecito angosto y lento, Benito El Loco, Goyito cantando, La Valentina, Coquito y su arpa prodigiosa, los muditos en el andén primero y en la Central de Autobuses después, el barrio de El Cruce, el Mercado Victoria, la Casa Carvajal y el edificio singular de la Presidencia
¿Quién de nosotros no compró monitos en la revistería de don Ramón Linares? ¿Quién no recuerda la amabilidad de don Cástulo Patiño al despachar la carne o los quesos de Chimina adentro del Mercado? ¿Quién no aprendió todas las canciones de moda con sólo recorrer las calles del poblado tan llenas de sonoridades?
Nacimos al pie del Temeroso. Su perfil de siglos y de piedra nos abrigó como padre amoroso. Conocimos un panteón que entonces estaba lleno de colorido. Vivimos, durante las noches, el esplendor rojo de la grasa hirviendo que al derramarse en el grasero, se reflejaba en las montañas y nos hacía semejantes a un molcajete lleno de rojo intenso, rojo vivo, rojo sangre.
¿Cuántas veces vimos, a las cuatro de la tarde, los cortejos fúnebres que en el más absoluto y silencioso respeto llevaban a nuestros muertos, calle abajo, rumbo a la entraña dura del cementerio? ¿Quién no se subió alguna vez a la ola o a la rueda de la fortuna o al volantín, allá por el rumbo del Cárcamo? ¿Y quién no vio a los danzantes, conjunción de plumas, carrizos y espejos, bailar a un costado de la iglesia?
Cuando los mineros subían o bajaban el camino de la sierra, a mediación de su andanza y de su fe, encontraban El Gauchito. Entraban a la pequeña cueva y se santiguaban con el agua fresca de su venero, sintiéndose, allá en las alturas montañosas, más cerca de su esperanza.
Estamos hechos de mineral. Algo de los retazos brillantes que caían de las canastillas, quedó impregnado en nuestra sangre, en nuestras neuronas, en nuestro corazón.
No podemos olvidar ese pedazo de semidesierto zacatecano en el que todos fuimos una familia compartiendo lo mismo tristezas que alegrías. Familia que aprendió a construir sus ídolos de la pantalla en los cines Progreso, Principal y Rex. Familia que solía volver la vista al cielo, en las noches tan oscuras, para admirar el espacio lleno de luminosidades astrales.
Únete a nosotros. Siente el orgullo de nuestra historia y de la bravura con la que nuestros antepasados lucharon contra la adversidad. Forma parte de nuestra asociación y comparte con nosotros: Tus recuerdos, tus imágenes, tus gratitudes y tu cariño a la tierra que nos vio nacer.